Nunca había tenido en cuenta a Zurich como un destino turístico. Zurich ha sido para mí, hasta hace poco, un lugar donde se cambia de trenes o de aviones. Uno de esos sitos que se dejan a un lado al pasar por la autopista en dirección a destinos más interesantes.
Quizás por su fría imagen de centro de la banca internacional, me la imaginaba como una ciudad probablemente agradable pero sin más interés que el que pueda ofrecer su rol como refugio de cuentas millonarias de dudoso origen.
Sin embargo, hace poco nos encontramos con un Domingo completo en Zurich mientras esperábamos (por no variar) el avión que nos llevaría de vuelta a la Florida.
Nos vimos de repente con 24 horas sin ningún plan especial y poca idea de que había que ver y, la verdad, sin mucho interés en averiguarlo. Menuda sorpresa que nos llevamos… Zurich resulto ser, como ya esperábamos, una de esas ciudades centroeuropeas súper limpias y un poco remilgadas que se recuesta sobre un lago. Y sigue siendo, por supuesto, un centro de la banca internacional. Pero lo que no nos esperábamos es que también es un lugar con muchísimo encanto y mucho, muchísimo, que ver y hacer.
Comienzo por aclarar que en Suiza TODO es caro y que en Zurich, en particular, todo es carísimo… Es caro tomar un café, es caro comer, son caras las tiendas, es caro moverse… Para terminar, es caro ir al servicio porque, para nuestra sorpresa, los servicios públicos (inmaculados como todo en Suiza) no permiten usar sus “amenidades” si no se introduce, antes, una moneda de un franco suizo (más o menos un euro) en la ranura de la puerta de acceso para que gire el picaporte.
Dicho esto, también es importante comentar que en Zurich encontramos unas de las mejores gangas para viajeros que hemos visto en ninguna parte. Nuestro hotel estaba en la zona del aeropuerto, así que fuimos en el shuttle del hotel hasta el aeropuerto y allí accedimos, vía una serie de escaleras mecánicas, a la enorme estación de tren subterránea con acceso al centro de la ciudad (unos 15 minutos) y al resto de Europa. Al comprar los billetes para ir centro nos informaron que la ciudad de Zurich ofrecía una tarjeta “pase” para visitantes por unos 15 francos suizos (como unos 15 euros) que permite, durante un periodo de 24 horas, acceso libre a las atracciones turísticas y culturales más importantes de la ciudad y el uso de todos los transportes públicos de cercanías; incluyendo trenes, los barcos-autobuses que surcan el rio Limmat y comunican el lago con la estación central, los ferrocarriles de montaña, los teleféricos de cercanías, la red de autobuses locales y las bonitas naves que surcan el lago y llegan a las áreas suburbanas y a algunos pueblos de la periferia. Por casi el mismo precio que nos hubiera costado el billete del tren teníamos, por 24 horas, toda la ciudad a nuestra disposición. No está mal, no?
El tren nos dejó en la estación central, una de esas enormes construcciones con gigantescas áreas de espera y montones de andenes que parece salida de una de esas viejas películas de guerra donde la chica se queda llorando angustiada al borde de la vía mientras su amante se aleja, colgado de la ventanilla y entre nubes de humo, en un tren que va hacia un destino peligroso. La estación está llena de tiendas, cafeterías y, como no, servicios públicos con ranuras para un franco suizo en la puerta y una m anilla que no gira si no se mete antes el dinero. Así que aguantar y buscar cambio si uno no lo tiene…
Al salir de la estación el viajero entra a una plaza donde hay mucho que escoger. Muy cerca está el rio Limmat. Al fondo, se eleva el enorme Museo Nacional Suizo (Schewzersches Landesmuseum), construido en un edificio que semeja una especie de gigantesco castillo medieval. Este museo, que se considera uno de los mejores el país, alberga una magnifica colección de arte, numerosas habitaciones traídas de casas particulares, abadías y palacios que recrean los interiores típicos de las residencias tradicionales de los diferentes estamentos de la sociedad suiza y una enorme colección de vestidos, juguetes, banderas, objetos decorativos y artesanía popular que ilustran la forma de vida del país a lo largo de su historia. Si le gustan los museos, en este tiene para rato…
Al otro lado de la plaza comienza la famosa Banhof Strasse, una calle peatonal (por la que pasan tranvías eléctricos, si es que alguien se cansa) donde se suceden las tiendas de las más exclusivas marcas, lujosos restaurantes y cafés, las relojerías que representan todas las conocidas empresas relojeras del país y, por supuesto, los centros de la banca internacional montados en elegantes edificios de finales del XIX decorados con toda la opulencia de la Belle Epoque. Aquello no es precisamente un “outlet”, pero el paseo, bajo los árboles y disfrutando de la elegancia de los escaparates, es muy agradable aunque no se tenga la más mínima intención de comprar nada (ni de depositar nada en los bancos).
Después de bajar unas cuantas calles disfrutando de la animación de la carísima Banhof, nos desviamos hacia la izquierda, buscando al rio Limmat, que está a solo unos 200 metros de distancia, por las calles adoquinadas del barrio antiguo bordeadas por pintorescas residencias medievales y renacentistas con sus paredes pintadas con murales, sus techos puntiagudos y sus portones de madera labrada.
Aquí conviene subir hasta el Lindenhof, una pequeña explanada sembrada de tilos que ofrece una bonita perspectiva sobre el rio y las preciosas construcciones en ambas orillas. Sobresalen los campanarios de la antigua catedral católica (actualmente protestante), los bonitos paseos que bordean el agua, llenos ese día de familias en plan dominguero, los palacetes en las orillas y el constante tráfico de veleros y barcas-autobuses.
Decidimos bajar hasta el malecón y continuamos rio abajo en dirección al lago, cruzando una serie de pasadizos medio amurallados con vistas a la ciudad y pintorescos callejones con bonitas y antiguas residencias llenas de torretas y balcones llenos de flores. Justo a nivel del primer puente, también antiguo y de preciosa arquitectura, nos encontramos con la St. Pieterkirche, que data del siglo VII (aunque está muy restaurada y no lo parece), una bonita plaza llena de animados cafés y, a unos pasos el Frauenkirche (la iglesia de Nuestra Señora) , que fue parte de un convento en 1250 y paso a ser una iglesia protestante después de la Reforma. Lo más interesante de la iglesia (abierta de 9 a.m. a 6 p.m.) son los preciosos vitrales diseñados por Giacometti y Marc Chagal después su restauración.
Cruzando el rio, nos encontramos con el Grossmunster, la antigua catedral católica, hoy iglesia protestante. Muy impresionante por fuera pero sosa por dentro, con la típica austeridad de las iglesias luteranas y de Zwuigli, el predicador que casi rigió la ciudad a principios del Siglo XVI. La iglesia por dentro no tiene el más mínimo adorno. Llama también la atención, de ese lado del rio, el ayuntamiento, un precioso edificio renacentista construido en un puente bajo el cual corre el rio, y la Wasserkirche, una pequeña capilla que casi cuelga sobre el Limmat.
Muy cerca, se encuentran el museo de Bellas Artes, también extensísimo, y el muy famoso Ammlulng Buhrle, una famosa colección de arte que se exhibe en una elegante villa de principios del Siglo XX donde Buhrle, un industrialista alemán, reunió una de las mejores colecciones de pintura privadas de centro Europa. La colección va desde obras de la escuela holandesa y veneciana, pasando por Goya y El Greco, hasta la estupenda colección de impresionistas donde sobresalen múltiples lienzos de Monet (según dicen, uno de los favoritos de Buhrle), Manet, Seurat y Toulouse Lautrec. Nos hubiera gustado mucho visitar estos museos pero la verdad que estábamos disfrutando tanto de nuestro paseo por Zurich, hacia un día tan soleado y bonito y había tanta animación por las calles y plazas que desistimos de encerrarnos entre cuatro paredes.
Nos dejamos llevar, por lo tanto, por la gente que bajaba rio abajo hasta que no tropezamos con el punto donde el Limmat desemboca en el lago. La verdad que el lugar es muy bonito. A lo largo del lago se extendían kilómetros de paseos con cuidados jardines llenos de terrazas donde la gente tomaba el aperitivo, había una noria desde donde se podía disfrutar una vista de la ciudad, los músicos y vendedores ambulantes andaban por todas partes, grupos de familias, sentados al borde del agua, daban de comer a los cisnes, elegantes edificios de finales del siglo XIX albergaban a algunas de las empresas y hoteles más importantes de la ciudad y, por el agua, navegaban cientos de veleros que se movían alrededor de las barcas-autobuses que llevaban a diferentes partes del lago. La verdad que la escena parecía más típica de una ciudad costera de Italia, España o cualquier otro punto del Mediterráneo, que de un lugar de centro Europa.
Después de dar una vuelta por allí tirando fotos optamos por montarnos en dos de los barcos. El primero nos ofreció un corto paseo a una zona suburbana y, el segundo, nos dio un largo paseo de casi dos horas a algunos de los pueblos aledaños. Aprovechamos en esta travesía más larga para picar algo en la cafetería, pues a pesar del desayuno buffet ya había hambre, y nos sentamos a disfrutar del paisaje en una de las mesas de cubierta que compartimos con una agradable señora chilena, casada con un suizo, que, al oírnos hablar español, se puso a conversar con nosotros. Gracias a ella nos enteramos de muchos pormenores de la vida en Zurich y también de lo cara que resultaba la vivienda, pues nos hablo de unos precios que hubieran infundido el miedo a cualquier residente de Londres, New York o Paris.
El paseo, con la vista de las lomas que rodean al lago llenas de bosques y verdes prados, la imagen lejana de los picos de los Alpes y los muy pintorescos pueblos al borde del agua, resulto súper agradable. Me imagino que en invierno, con el cielo gris, la nieve por todas partes y el frio no lo será tanto pero, en un día bonito y soleado, certifico que resulta una verdadera gozada.
Una vez en tierra nos despedimos de nuestra agradable amiga y pillamos el autobús-barca que sube por el rio y que nos dejó a 100 metros de la estación del tren. Como todavía había luz, decidimos hacer la excursión en un tren de cercanías hasta el Uetliberg, un monte cercano desde donde nos dijo nuestra amiga se veía una vista muy bonita del lago y la ciudad. El tren comenzó a desplazarse a su destino como un tren normal y corriente pero, al llegar a la primera colina, se convirtió en una especie de funicular que nos dejó en la base del sendero que lleva a la cima y el mirador del Uetliberg. Advierto que la caminata hasta la cima, aunque corta, perfectamente asfaltada e iluminada en la noche por elegantes faroles, es bastante empinada. A mi esposa no le hizo ninguna gracia… Ahora, una vez arriba, se disfruta de unas vistas espectaculares del lago y de toda el área. Hay, además, una elegante terraza con estupendas vistas donde aprovechamos para cenar, bastante bien por cierto y, para Zurich, no muy caro, mientras veíamos como comenzaban a encenderse las luces en la ciudad.
De ahí ya no nos quedó más remedio que volver al hotel, un poco cansados pero contentos con lo bien que habíamos aprovechado el día y con todas las cosas de que habíamos podido disfrutar. Y es que, realmente, Zurich tiene “de todo”. Magníficos museos, centros comerciales súper elegantes, un precioso lago, animación, montes, paseos en barco, un pintoresco centro histórico, miradores sobre los Alpes… La verdad es que dio mucho de sí para ser una ciudad que inicialmente pensamos no nos interesaría especialmente. Le recomiendo, por lo tanto que, si tiene, como nosotros, que hacer un cambio de trenes o aviones en Zurich, o si se le presenta la oportunidad de hacer una visita, no desperdicie la ocasión y pase un día en la ciudad. Estoy seguro que le encantara.
JP.
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